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La Obra de Dios

1.    Origen y fundamento
El punto de partida de la oración litúrgica cristiana no puede ser otro que el ejemplo de Cristo, como maestro de oración, y el de la comunidad apostólica arropada por la presencia y la palabra de los que convivieron con el Señor y fueron testigos de su personal y entrañable relación con el Padre a través de la plegaria (cf. OGLH 1 y 4)

Pero en el Nuevo Testamento no solo encontramos estas alusiones a la vida de oración de Jesús y de la comunidad primitiva, también tenemos una enseñanza directa sobre cómo ha de ser la plegaria de los cristianos, enseñanza que procede del propio Maestro, pero también de los apóstoles (OGLH, 5)
Ejemplo y enseñanza, testimonio y doctrina es lo que Cristo y la Iglesia primitiva nos ofrecen para que nosotros hagamos una primera síntesis no solo teórica sino sobre todo vivencial y experiencial, de lo que es la oración cristiana según el Nuevo Testamento.
En general, la liturgia cristiana no nació por generación espontánea aunque en su origen esté la voluntad positiva de Cristo. Sus signos, sus fórmulas, fiestas y gestos sacramentales brotan del contexto judío. El sentido puede ser nuevo. Pero las estructuras y el lenguaje están tomadas del judaísmo. Así pasa en la Eucaristía: la reunión, la escucha de la Palabra, la bendición, la comida y bebida, el concepto de “memorial” pascual. Los demás sacramentos, sus gestos simbólicos centrales son ya gestos sagrados para los judíos: la unción, el baño en el agua, la imposición de manos, etc.  El año litúrgico: las fiestas de Pascua y Pentecostés, el ritmo semanal con su día sagrado etc.

En el caso de la oración también sucede lo mismo. El pueblo judío daba mucha importancia a la oración. Él era el pueblo elegido por Dios para realizar su plan de Salvación de todo el género humano. En los planes de Dios era el instrumento a través del cual Dios quería comunicar su revelación y su salvación a todos los hombres. Este pueblo depositario de la revelación y de las promesas había aprendido a orar con las palabras inspiradas por el mismo Dios en los Salmos. Muchas de sus formas concretas las hemos asumido los cristianos: los salmos, las bendiciones y aclamaciones….
La distribución de la oración judía a lo largo del día que ya en tiempo de Jesucristo tendía a destacar tres momentos concretos: la mañana, el mediodía y la tarde (cf. Salmo 55).

Coincidiendo con los dos sacrificios en el Templo, matutino y vespertino, los judíos eran invitados a hacer oración. Y además también en medio de la jornada. Un elemento común era la recitación del “Shema Yisrael” (escucha Israel). Los israelitas que no vivían en Jerusalén o no podían acudir al Templo eran invitados a recitar esta oración, donde estuvieran, a esas horas.
2.    La Oración en la comunidad apostólica. Nacimiento de la Oración de las Horas.

El libro de los Hechos nos presenta a una comunidad orante.  La práctica de hacer oración en determinados momentos de la jornada originada en el mundo judío, fue seguida por Jesús y los primeros cristianos. Las comunidades primitivas eran muy conscientes de la recomendación del Señor y de los apóstoles referentes a la oración asidua y constante. En medio de otros elementos litúrgicos, (Eucaristía, Bautismo, y en el marco de una cristiana muy viva, predicación, conversión, comunión fraterna, espíritu misionero, etc. Cf. Hechos, 2,42-47), la oración ocupa un lugar privilegiado. En privado y en común dedicaban a la plegaria los momentos más significativos de la jornada: al levantarse, al mediodía, al caer la tarde, durante la noche (Hechos, 1,14. 24-25; 4,23-30; 6, 6; 8,15-17; 12, 5-12; 13,3; 14, 23; 20,36; 21, 15). Probablemente siguen la norma de las tres “horas de oración” según su costumbre judía, aunque aparecen pocos testimonios: el acontecimiento de Pentecostés (Hechos, 2,1-15), Pedro y juan que suben al Templo a la hora de Nona (Hechos. 3,1) a la misma hora está orando Cornelio (Hechos, 10, 3.30), Pedro sube a la terraza a orar a la hora de Sexta (Hechos, 10,9; 11,5), y a imitación del Señor se quedan, algunas veces,  velando toda la noche (Hechos, 12, 2); cuando Pedro sale de la cárcel los encuentra así. Pablo y Silas (Hechos, 16,25); En Tróade, la reunión dominical.

Son los datos del nacimiento de la oración cristiana, la oración pública y comunitaria del pueblo cristiano “pueblo de Dios”, todavía embrionaria en cuanto a su organización y estructura que poco a poco irá consolidándose hasta formar la estructura de la “oración de la horas” que será característica de lo que más tarde se llamará “El Oficio divino”. Por un lado siguen fieles a la herencia judía (acuden a la oración del Templo y de la Sinagoga), pero ya hay un contenido nuevo: oran en nombre de Cristo, unidos a Él, invocándole como Mediador. Tanto en los escritos Pablo como en el Apocalipsis encontramos oración cristiana como acción de gracias, como súplica, como himnos y aclamaciones con alusiones a un programa de oración que podría retratar muy bien lo que luego será la estructura de la “Liturgia de las Horas”: salmos, himnos, cánticos espirituales (cf. Ef. 5,18-20), todo ello con un carácter comunitario y, además, con una clara primacía concedida a la escucha de la Palabra de Dios (cf. Ef. 6,17-20).

Un aspecto que nos interesa de modo especial es conocer “cómo leían” y “rezaban” los salmos los cristianos de las primeras generaciones, porque este género de oración ocupa un lugar privilegiado en nuestra Liturgia de las Horas.

El salterio tiene mucha importancia para los primeros cristianos. No solo como libro de oración, sino también como enfoque que explica los acontecimientos actuales. Se ven cumplidos ahora muchos datos del salterio. Ahora estos salmos se pueden decir de una manera más plena, en clave de Cristo y de la Iglesia. Los dicen con ojos cristianos.
A veces la cristologización es “por alto”, sustituyendo a Yahvé por Cristo: entonces la voz del salmista es tomada por la Iglesia que dedica a su Señor las alabanzas que literalmente el salmo dirigía a Yahvé. Otras la cristologización es “por bajo”: la voz del salmista se hace ahora voz del mismo Cristo, que canta la alabanza o la lamentación dirigiéndola a su Padre.

Varios salmos son citados en su sentido literal, que se puede trasladar sin más traducción también a la fe cristiana (alabanza a Dios Creador, reflexiones sobre la vida moral: así en Rm.2, 6 se ve el salmo 62, 13; en Rm.1, 23 el salmo 106,20). Si los judíos tenían y tienen motivos para decir estos salmos, los cristianos, con mayor razón, pueden hacerlos suyos, desde el acontecimiento de Cristo ya cumplido: el Dios del Antiguo Testamento es el mismo que ahora invocamos como el Padre de nuestro Señor Jesucristo.

Otros salmos son considerados como proféticamente mesiánicos. En su sentido primero, o bien en un sentido que los mismos judíos les adjudicaron después, se refieren al futuro salvador. Al citarlos en el Nuevo Testamento no se cambia su sentido, lo único que hace la comunidad es identificar a Jesús de Nazaret con el Mesías anunciado. Así el salmo 2,1-2 se aplica a Cristo en Hechos 4, 25-27; el 109,1 en Mt. 22,43 y Hechos 2,34.

A veces es el sentido profético o típico: las figuras que aparecen en los salmos se ven cumplidas en Cristo: la piedra que los arquitectos habían rechazado (salmo 117, 22-23 en Mt. 21, 42 y Hechos 4,11), el justo, objeto de burla por parte de los impíos (salmo 21 en Mt. 27), el amigo que no conocerá la corrupción del sepulcro (salmo 15, 8-11 en Hechos 2,25-27).

Ya lo dijo el mismo Cristo: “Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí” (Lc. 24,44). Lo salmos vistos a la luz de Cristo nos hacen entender y vivir mejor el Misterio Salvador. Se convierten fácilmente en oración cristiana porque se leen  en la clave de Cristo, de su Pascua y de su Iglesia.

La primera comunidad cristiana ha dado un ejemplo y una lección entrañable a todas las generaciones siguientes a la hora de construir con la herencia judía su propia oración cristiana.

3.    Los himnos cristianos de las primeras comunidades

Además de los salmos, sabemos que en la oración de las primeras generaciones entraban como elementos propios unas composiciones poéticas en forma de himnos o nuevos salmos cristianos.

Se están descubriendo, por obra de varios estudiosos, fragmentos de estos himnos en los escritos de Pablo, en las cartas de Pedro y en el Apocalipsis.

Normalmente son solo fragmentos los que aparecen en esos escritos, a modo de citas de cantos que ya la comunidad sabe y que se traen en un contexto determinado por su utilidad pastoral o por la argumentación que ofrecen. Estos himnos serán los primeros intentos de “síntesis teológica cristiana” y seguramente entran dentro del esquema de oración, aunque también podrían ser de contexto más bien catequético.

Unos himnos se refieren a la vida cristiana: Así 1 Pedro, 5,5-9; St. 4,6-10; 2 Tim. 2, 11-13 Otros hacen referencia a Dios como fuente de Salvación: Rm, 8, 29-30;  1 Tm. 6, 15- 16; y 1 Pedro 1, 3-5.
Hay también himnos  propiamente cristológicos: 1 Pedro, 2, 22 - 25;  Fil.  2, 6-11;  1 Tim. 3, 16 junto con 1 Pedro, 3, 18-32; también Ef. 5, 14.

4. El espíritu de la oración cristiana

Además de los indicios que nos pueden dar estos datos respecto al origen embrional de la Liturgia de las Horas ya desde las primeras generaciones, nos interesa también enumerar brevemente el contenido y las direcciones que estas mismas comunidades daban a su oración y que también en esto son paradigmáticas para nosotros.

La comunidad dirige su oración a Dios Padre. Desde la experiencia filial de Jesús han aprendido, todavía con más énfasis de lo que ya habían sentido como judíos, a llamar a Dios “Padre”, “Abba” (cf. Rm. 8, 15 y Gal. 4, 6). “Padre” es la palabra más breve y más llena de contenido de la conciencia y de la oración cristiana.

El carácter determinante de la novedad cristiana de la oración se llama Cristo. Por él se ha revelado Dios como “Padre”.  Él aparece como Mediador de la oración de todos. Solo “en su nombre” tenemos acceso a Dios. Además Él es el maestro y modelo mejor de oración. Poco a poco Cristo se convierte también en “contenido” de la oración apostólica:
“Damos gracias a Dios Padre porque nos ha enviado a Cristo”. Y ya más tarde se verá también en la oración cristiana como el “destinatario”. A Cristo se ora también como término “ad quem”. Así Esteban en su oración final. Y en otros pasajes como Apoc. 5,13; 7, 10; 2 Pedro,  3, 18. Es el “Kyrios”, “el Señor glorificado” y se le invoca como tal.

El Espíritu santo es el animador de esta oración cristiana. La oración no es la palabra del hombre solo. Es obra de Dios que actúa en nosotros por medio de su Espíritu. En Rm 8, 14-15 se nos dice “que no hemos recibido un espíritu de esclavos, sino de hijos que nos hace gritar “Abba”. Es el Espíritu el que grita en nosotros esa oración concentrada (Gál. 4, 6). Se puede decir que en la oración se une nuestra voz con la voz del Espíritu, dirigiéndose ambas al Padre en nombre del Hijo. (cf. Rm. 8, 19-23. 26-27; Sant. 4, 5; Ef. 6, 18).

Esta oración cristiana está íntimamente ligada a su misión. Es una oración al Padre, centrada en Cristo y movida por el Espíritu Santo. Pero es una oración que tiene como contenido la salvación de los hombres, el plan salvador de Dios, su Reino.

Con todo esto se quiere poner de relieve cómo en los primeros siglos del cristianismo la oración litúrgica era la oración del pueblo cristiano que surgía como consecuencia lógica de su incorporación a Cristo por el bautismo que los hacía partícipes de su sacerdocio real y profético (1 Pe. 2, 4. 5-9; Rm. 12, 1-2; Ef. 2, 11; Hb. 4, 14-16; 10, 19-22).
La tradición litúrgica de los primeros siglos es unánime en mostrar una oración de las horas que lejos de ser privativa de la jerarquía o de un grupo selecto de fieles es celebrada y participada por la comunidad entera presidida y dirigida por sus pastores.

5. Ascetas y vírgenes

En el seno de estas comunidades se fueron formando pronto núcleos de cristianos, hoy diríamos más comprometidos, (existían más o menos en todas partes), llamados “devoti” o más comúnmente “ascetas” y “vírgenes” que secundando el impulso del Espíritu Santo se dedicaban a una mayor radicalidad evangélica y consagraban mayor tiempo a la oración. No se contentaban con los ejercicios eucológicos ordinarios sino que rezaban todos los días las tres horas diurnas y una vigilia nocturna. Mientras la Iglesia fue sacudida por las persecuciones podían difícilmente comunicarse  y entenderse entre sí, pero con el advenimiento de la paz y de la libertad comenzaron a afianzarse y a unirse. Vemos, en efecto, en la primera mitad del siglo IV, junto a las grandes Iglesias de Alejandría, Antioquía, Jerusalén y Edesa, grupos de hombres y de mujeres que se constituyen en una especie de confraternidad, formando como un grupo intermedio entre el clero y el pueblo. Quedan a veces en el mundo, en su propia casa,  pero más frecuentemente se reúnen en pequeñas comunidades fuera de las ciudades, y, animados de un profundo sentido de ascesis, se obligan a la castidad perpetua y a asistir a prácticas particulares de piedad, es decir, a una vigilia nocturna cotidiana, posiblemente en común, y un ejercicio diurno de oración casi ininterrumpida que comprendía maitines, tercia, sexta, nona y vísperas.

En el tratadito anónimo “De virginitate” escrito alrededor del año 300 se prescribe a la virgen levantarse cada noche a recitar de pie cuantos salmos le sea posible, añadiendo a cada uno una oración de rodillas (Pseudo Atanasio, “De virginitate, 20). Y San Juan Crisóstomo hablando de los ascetas de Antioquía, dice “que cada noche, al canto del gallo, se levantaban para cantar entre sí los salmos de David”; después, hecho un pequeño descanso, apenas nacía el sol, recitaban las laudes matutinas; seguían todavía tercia, sexta y, a la tarde, salmodias y oraciones. (San Juan Crisóstomo, homilía 14 in Tim. 4). Pero, como se ha dicho anteriormente, en esta época, ya se celebraba cotidianamente en las Iglesias un Oficio litúrgico a la mañana y a la tarde, si bien no era estrictamente obligatorio.

Llegadas las cosas a este punto, solo faltaba dar un paso: que la autoridad religiosa concediese a los ascetas el reunirse en las Iglesias, dando así a sus prácticas una especie de investidura oficial. Esto sucede, en primer lugar, según parece, en Antioquía bajo el Obispo semiarriano Leoncio (344-357). En esta Iglesia era muy fuerte el partido ortodoxo, dirigido por dos laicos muy influyentes, después Obispos, Diódoro y Flaviano, los cuales estaban también en cabeza del grupo de los ascetas y de las vírgenes de la ciudad. Obtuvieron de Leoncio el poder reunirse para su vigilia nocturna cotidiana en la basílica-catedral de Antioquía y que también participase el clero. Esta novedad hizo mucho ruido y encontró mucha simpatía sobre todo entre el pueblo, difundiéndose largamente. San Basilio la introdujo en el 375 en Cesarea a pesar de alguna oposición; San Juan Crisóstomo en Constantinopla, imponiéndola al clero, a quien agradaba poco; San Ambrosio en Milán, como atestigua paulino, su biógrafo. En Jerusalén, donde los ascetas y las vírgenes formaban un grupo muy numeroso, la nueva práctica tomó un desarrollo y una solemnidad verdaderamente extraordinaria. Eteria, que escribió alrededor del año 385, nos ha dejado una minuciosa descripción.

6. Orígenes del monacato. Oficio catedralicio y Oficio monástico

Como se ha visto, el ascetismo tiende a afirmarse cada vez más como institución en la Iglesia, pero no existen aún monasterios propiamente dichos. Los ascetas y las vírgenes viven todavía en sus casas. Pero la virginidad constituye ya un estado que empieza a diversificar a una categoría de personas en la Iglesia.

A los ascetas del siglo III para ser monjes no les falta más que la separación material de las comunidades cristianas para marcharse a vivir al desierto o la vida común. Todo lo demás existe ya: castidad, pobreza, separación del mundo, oración, mortificación.
El monacato es una evolución natural del ascetismo anterior, aunque encontrará un campo muy bien dispuesto para su florecimiento en la nueva situación que para la Iglesia se crea a raíz de la paz constantiniana.  El aspecto esencial que distingue a los primeros monjes de los ascetas es la separación física de la comunidad cristiana.

Si el monacato no es más que una forma especial de ascetismo, pudo surgir y de hecho surgió en diferentes partes de la cristiandad. Muy frecuentemente en una misma región han coexistido el ascetismo en medio de la comunidad cristiana, el anacoretismo, el semianacoretismo y el cenobitismo. Lo cual demuestra que unas formas monásticas no se derivan  necesariamente de otras precedentes juzgadas menos perfectas. Ascetas y monjes se hallan tan íntimamente relacionados entre sí que apenas es posible decir dónde termina el ascetismo y dónde empieza el monacato. San Atanasio advierte, a finales del siglo III, que quien quería practicar la ascesis se establecía en las afueras de la propia aldea o ciudad y vivía allí en solitario. Sin apartarse demasiado de los lugares habitados, algunos ascetas vivían como solitarios su ideal ascético.

Los padres del desierto son, en efecto, los representantes del monacato que mejor conocemos. Pero no son los únicos monjes de la antigüedad. Junto a ellos existió otra forma de vida monástica que, por su cercanía de los centros habitados, puede ser considerado como monacato urbano. Fue típico el monacato urbano del Monte de los Olivos en las inmediaciones de Jerusalén a lo largo del siglo IV. (cf. Egeria, Itinerario, 24): “Cada día, antes del canto del gallo, se abren todas las puertas de la Anástasis y bajan todos los monjes y vírgenes…”  “Cada día, dos o tres presbíteros se alternan con los monjes”. Los monjes han visto siempre en la primitiva Iglesia de Jerusalén, la primera comunidad monástica.

Aunque el monacato antiguo muy difícilmente  podrá ser reducido a la unidad, dado el pluriforme estado de vida y de espiritualidad que se observa en los monjes de los siglos IV y V, sin embargo ofrece una serie de caracteres, más acentuados unos, más atenuados otros, que son comunes y permanentes en todos aquellos que recibieron el apelativo de monjes del desierto.

Aunque sería necesario matizar mucho los conceptos, se puede admitir la afirmación del P. García Colombás según el cual “el único elemento que el monacato naciente aportó al ascetismo tradicional fue una mayor separación del mundo: la “fuga mundi” en sentido local y no solamente espiritual que siempre se predicó en la Iglesia.  Sin duda el alejamiento de los centros habitados es una novedad aportada por el monacato antiguo y, hasta cierto punto, en abierta contradicción con el modo de vida adoptado por la comunidad cristiana primitiva.

La originalidad del monacato primitivo con relación al ascetismo anterior está, pues,  en la separación del monje de los centros habitados, porque también de alguna manera el monacato urbano tiene una cierta separación, aunque esta categoría hay que aplicarla sobre todo al monacato del desierto por más que San Jerónimo no quiera reconocer en los monjes urbanos la verdadera categoría monástica, precisamente por no retirarse a la soledad. San Agustín recomendaba a los monjes que residían en las inmediaciones de las ciudades, en comunidades o en soledad, que vivieran al margen de sus conciudadanos.

Mientras durante el siglo IV en las Iglesias episcopales se organizaba el Oficio diurno y nocturno, surgía y se desarrollaba otra importante elaboración eucológica entre las primeras comunidades monásticas. Dejando, de momento, el Oficio catedralicio o si se quiere, el Oficio en las Iglesias,  vamos a centrar nuestro estudio en el Oficio Divino, “La Obra de Dios”, como la llamará San Benito, en la vida monástica.

8. Los monjes primitivos y la liturgia

La espiritualidad de los primeros monjes no concedía un lugar preferente a la liturgia.  La espiritualidad litúrgica implica por su misma naturaleza, un sentido de comunidad, ya que su fin es la participación real de muchos en la única santidad y culto de Cristo. No podemos pedir que la liturgia fuera algo predominante en la vida espiritual de los monjes antiguos, dada su vida solitaria y el plano individual en que desarrollaban su perfección sobrenatural. Los anacoretas insistían en la oración continua, pero esta no tenía un carácter litúrgico, sino que consistía en la oración privada de los salmos. Su valor más importante era un ascetismo personal intenso; asistían a la celebración eucarística y recibían los sacramentos como una práctica normal de su tiempo. Desde el punto de vista cuantitativo, la liturgia tenía poca importancia en su espiritualidad y no se puede hablar de la teología del culto litúrgico en la antigua literatura monástica. A pesar de ello, su actitud fundamental no era ajena a la liturgia, ya que esta deriva y depende de la Biblia y está en perfecta armonía con ella. Por otra parte, aquellos monjes concebían su ascesis como una verdadera liturgia porque con ella se ofrecían a Dios como holocausto y se santificaban.

Cuando los ermitaños comenzaron a agruparse conservando una pequeña separación entre ellos, se reunían el domingo en una Iglesia común u oratorio, para orar juntos y celebrar la Eucaristía. Pero solo encontramos una comunidad litúrgica cuando se desarrollaron las formas de vida cenobítica. El sistema pacomiano deja aún mucha libertad a la iniciativa personal en materia de culto y ascetismo. En Occidente la celebración litúrgica estaba asociada desde el principio a los monasterios urbanos. Como los ascetas que poblaban estos monasterios eran clérigos, su principal actividad consistía en celebrar la liturgia en la catedral o en las parroquias.

9. San Benito y la liturgia

Con San Benito la liturgia comienza a tener un lugar importante en la espiritualidad del monje. San Benito se muestra hombre de Dios, teniendo un sentido profundo de la oración y, al mismo tiempo, buen conocedor de la liturgia. Aunque sigue en general la tradición monástica egipcia,  en este punto se deja influir por los monasterios urbanos de occidente y las prácticas litúrgicas de las basílicas romanas. Para redactar su Oficio, ha tomado elementos de la liturgia de Roma, de Milán y de Bizancio, para enriquecer con ellos la larga oración sálmica propia de la tradición monástica, en la cual los antiguos monjes  encontraban, con la mejor escuela de oración, un ejercicio ascético que los mantenía a lo largo del día en contacto con Dios. Para San Benito, la oración es ante todo alabanza de Dios y santificación del tiempo. En esta perspectiva ha sabido combinar elementos de diversas liturgias o escuelas de oración y, gracias a su sentido de discreción, encontrar una medida  y un equilibrio aptos para hacer de la oración el alimento normal de la vida de sus monjes. Así, la tarea de nuestra servidumbre, el “pensus servitutis” (RB. 49), estaba mejor proporcionado a las necesidades y posibilidades de los monjes y si en ella se perdía mucho el carácter ascético que le habían conferido los antiguos, ganaba mucho más en vista a su fin principal, la alabanza de Dios, así como medio de  santificación de los principales momentos de la jornada como para asegurar su función privilegiada de “escuela de oración”.

Junto con el trabajo y la lectio divina, la celebración común del Oficio Divino es una de las actividades principales del monje, y desde el punto de vista cualitativo influye grandemente en su espiritualidad. El Oficio divino no es toda la liturgia pero sí una de sus partes más importantes. Carecemos de suficiente información sobre la práctica sacramental en el monasterio de San Benito. La eucaristía se celebraba únicamente los domingos y días festivos y la vida sacramental de la Iglesia no desempeñaba una misión tan grande como en nuestros días. Pero esta era la praxis general de la Iglesia en aquellos siglos.

Por consiguiente, no podemos hacer de San Benito el teólogo del culto o espiritualidad litúrgicos. Su pensamiento sigue la línea de la tradición oriental que busca la relación del monje con Dios, aunque la Regla concede más interés a la vida común que los otros escritores de la primitiva legislación monástica.  Sus observaciones sobre el Oficio divino proceden más bien de la naturaleza comunitaria de la vida cenobítica que de motivos teológicos. Pero ha sembrado una semilla que se alimentaría de su ideal comunitario de la vida monástica.

10. Aspecto comunitario de la Oración litúrgica según San Benito.

No se puede comprender el sentido del Oficio monástico, según San Benito, sin cargar fuertemente el acento en su carácter de oración familiar. Es en él, en presencia del Señor. Donde se crea, se desarrolla y se restablece la unidad y la comunión de la familia monástica.
Los monjes de San Benito se reunían en ciertos momentos, distribuidos con prudencia, para satisfacer juntos el precepto del Señor: “orad sin interrupción”. De este modo se unían a Cristo que vino a nuestro tiempo para cumplir en  él su misterio pascual, fuente de nuestra redención, y santificar nuestro tiempo por su vida y oración.

En el conjunto de las prescripciones referentes a la celebración del Oficio, lo que aparece más claramente es el hecho de que la familia monástica debía reunirse varias veces al día para orar todos juntos. Estas reuniones de oración reglamentaban y encuadraban las demás actividades del monje. Este debía  interrumpir de vez en cuando su jornada y reunirse con sus hermanos en presencia del Señor para llevar a cabo todos juntos la “obra de Dios”. Este frecuente retorno a la oración exigía mucha disciplina y perseverancia. Cada vez que se oye la señal que anuncia la hora del Oficio "dejando todas las cosas entre manos, acudan con suma presteza, pero con gravedad, para no dar pábulo a la disipación” (RB, Cp.43). “Al oír la primera señal para el Oficio, abandonando cada uno su respectivo trabajo estén prontos para cuando se haga la segunda señal” (RB. Cp. 48). Es en este contexto en el que San Benito establece su gran principio: “Nada, pues, se anteponga a la Obra de Dios” (RB. Cp. 43). Queda bien claro que no se trata solamente de una primacía de calidad: todo cristiano que lleva sinceramente su vida de fe sabe la importancia capital y benéfica  que debe ejercer la oración en el conjunto de su vida.  Aquí, San Benito, apunta a una primacía efectiva de la oración: el monje que cuando suena  la hora de la oración se ve obligado a interrumpir un trabajo, tal vez muy interesante, debe saber sin vacilación a qué tiene que dar la preferencia. Aunque San Benito da este principio como regla para cada monje en particular, la forma impersonal del texto le confiere un alcance mucho más grande y más general, hasta el punto de valer igualmente cuando se trata de fijar el horario de la comunidad.

Tal vez convendría volver a dar vida a este principio, tanto como norma para toda la comunidad como en su aplicación a los monjes individualmente hoy, cuando nuestras actividades y nuestro activismo nos obligan a revisar los momentos de oración comunitaria y parecen dar a tantos monjes pretexto para dispensarse de participar en el Oficio divino.

En cuanto a la participación de cada monje en las reuniones de la oración comunitaria, podemos encontrar en la Regla otro motivo para estimular su fidelidad. San Benito insiste en la obligación para el monje de estar presente en la oración común desde el comienzo hasta el fin, incluso cuando se trata de la oración antes y después de la comida (cp. 43). Y prevé sanciones para los transgresores. No veamos en esto una simple medida disciplinar, es por el contrario, la exigencia que nace de una doctrina espiritual: toda la familia debe encontrarse reunida ante el Señor, no solamente a través de algunos de sus miembros que la representan sino en su plenitud (cp. 50). Igualmente, por su parte, la comunidad no terminará jamás sus Oficios sin hacer memoria en la oración de los hermanos ausentes.

Como hemos dicho al principio de este apartado, no se puede comprender el sentido del Oficio monástico sin cargar fuertemente el acento en su carácter de oración familiar. Es en él, en presencia del Señor, donde se crea, se desarrolla y se restablece la unidad de la familia monástica. En los dos momentos más solemnes del Oficio, el Superior recitará la “el Padrenuestro” “íntegramente “oyéndole todos” para que los hermanos que con su conducta hubieren introducido en la comunidad “espinas de escándalos”  sean purificados de las faltas que van contra la unidad, comprometidos por la promesa que hacen en esta oración: “perdónanos así como nosotras perdónanos” (RB. 13).

Nunca se otorgará demasiada importancia al papel que juega, para la formación espiritual de los monjes y para la unión de todos en la unidad de la familia monástica, el hecho de encontrarse todos reunidos varias veces al día en presencia del Señor, para alabarle juntos, compartiendo los mismos sentimientos, recibiendo de él la misma enseñanza, para orar en los mismos términos, por las mismas intenciones. Y es imposible también sustraerse por negligencia a esta comunión de oración sin privar a la familia misma de un elemento que debe jugar su papel para el acabamiento y la perfección de su ofrenda a Dios y para la eficacia de la oración que eleva al Señor. Es ahí donde hay que buscar la razón fundamental de la exigencia de San Benito en lo que concierne a la asistencia y a la puntualidad de los monjes al Oficio.

11. El Oficio divino en la vida del monje

La importancia que atribuye  San Benito al Oficio divino, Opus Dei, no solo por la amplitud con que lo trata (Regla, Cps. 8 – 19), sino porque lo coloca por encima de todas las demás actividades del monje. Lo llama también “Opus divinum” (Rb. 19,2),  “Oficium divinum” (43,1), “servitutis oficio” (16,2)  “pensum servitutis” (50, 4). Estas últimas expresiones recuerdan la idea de los antiguos monjes de que “la oración del monje es una obra para Dios, cuyo exacto cumplimiento requiere la máxima atención y esfuerzo”. El aprecio que profesa San Benito al Oficio divino lo demuestra su conocida frase “no anteponer nada a la Obra de Dios” (43, 3). Es significativo que en los demás casos solo utiliza esta expresión para referirse a Cristo: “No preferir nada al amor de Cristo” (4, 21), “los que nada estiman tanto como a Cristo” (5, 2), “no anteponer nada al amor de Cristo” (72,11).

El monje debe estar ansioso de celebrar el Oficio divino: “A la hora del Oficio divino, en cuanto se oiga la señal, dejando todas las cosas que tuvieran entre manos, acudan con suma presteza, pero con gravedad, para no dar pábulo a la disipación” (43, 1-2). Los que llegan tarde deben satisfacer públicamente por su falta (43, 4-12). Cuando se levantan al Oficio de la noche, deben emularse a ser los primeros en llegar al coro (22, 6). Se ruega despertar a los somnolientos para la Obra de Dios (22, 8). Si trabajan en campos muy distantes del monasterio o permanecen allí todo el día, dejarán el trabajo y rezarán el Oficio a sus debidas horas en el lugar donde están (50, 1-4).

El celo por la Obra de Dios es uno de los factores más decisivos para determinar si un novicio tiene verdadera vocación a la vida monástica (58, 7). La oración es la meta de todos los ejercicios de la vida monástica y el que tiene pocas aptitudes para él, difícilmente puede creerse que tenga vocación. El celo del monje por el Oficio divino le impulsa a prepararse bien para esta acción suprema y esforzarse en realizarla lo mejor que pueda. San Benito pide con insistencia “que nadie cante o lea en el coro si no es capaz de hacerlo con dignidad” (47, 3). El mayor castigo que puede recibir un monje es verse privado de la participación en este acto supremo de la comunidad (25, 1). Está desconectado, efectivamente,  de la vida espiritual de la comunidad y de una de las principales fuentes de santificación.

Pero con ser tan importante el Oficio divino en la vida del monje benedictino no debemos exagerar su importancia. La celebración ritual del “Opus Dei” no puede considerarse el fin de la vida monástica. El fin del monje es “buscar a Dios”; el Oficio divino significa la concreción más explícita de esa búsqueda de Dios, es decir,  la dimensión contemplativa y a la vez comunitaria del ideal benedictino. Es cierto que la comunidad monástica se construye y se expresa principalmente por el Oficio divino, pero este siempre será la expresión de la “búsqueda de Dios” que debe caracterizar al monje.

Debe quedar bien claro que en sus orígenes y en la antigua tradición monástica los monjes no eran los representantes oficiales de la Iglesia para el rezo del Oficio divino en el mismo sentido en que lo eran  el clérigo o los canónigos en la Edad Media. El Oficio divino de los monjes aunque era oración común no era estrictamente litúrgica, no era la oración oficial de la Iglesia, sino la oración privada de un movimiento que podíamos llamar carismático. La Regla benedictina no hace ninguna alusión a una función de representación oficial de la Iglesia por parte de los monjes ni a otros títulos que darían al oficio monástico un valor cuasi sacramental. Rezan sencillamente como monjes.

En sus orígenes el Oficio era la oración de todos los fieles, es decir, del pueblo y los clérigos eran designados por la Iglesia para dirigirlo en sus comunidades. Desde los mismos comienzos, la función de los sacerdotes y ministros era presidir la oración común pública de los cristianos. Y los monjes eran unos laicos que no tenían esta comisión eclesiástica. Una larga y compleja evolución de la liturgia ha hecho imposible que la mayoría de los cristianos participe efectivamente en ella.

Más tarde la Iglesia designó a los Canónigos para asegurar el rezo del Oficio divino en una Iglesia particular. Con el tiempo el Oficio monástico se introdujo en la iglesia y los monjes sintieron el influjo de las prácticas del clero y de los fieles. El mutuo influjo de los monjes y canónigos en la Edad media, originó cierta confusión sobre la finalidad de unos y otros hasta llegar a fundirse ambas corrientes. La distinción de monjes y clérigos respecto al Oficio se obscureció más aún con el acceso de los monjes al sacerdocio. Hoy día no se percibe la distinción entre el orden monástico y el clerical; el Derecho Canónico ha asemejado a los monjes a los religiosos profesos solemnes. La Iglesia pide ahora que los clérigos con órdenes mayores y los religiosos con votos solemnes aseguren la celebración diaria del Oficio divino y aquí están incluidos los monjes. El canto público del Oficio divino está reservado a los coros de monjes y monjas y a los Capítulos de Canónigos.

Desde un punto de vista legal tanto el sacerdote como el religioso de votos solemnes, están delegados por la Iglesia para la celebración del Oficio Divino, pero para los que son monjes el Oficio es más bien la expresión común de la vida de oración de una comunidad monástica. Esto nos lleva a la conclusión de que entre el orden monástico y el clerical hay una clara diferenciación.