•                                                                              Monasterio de Alloz
  •                                                                                                          Inicio   Historia    Espiritualidad    Actividades  Comunidad   Acogida  Ven y Sígueme   Documentos

Reflexiones sobre la formación monástica

Llamados a ser transformados en imagen de Cristo

Dom Armando Veilleux
Abad del Monasterio de Scourmont
Bélgica

I. Imagen de Dios

Creados a imagen y semejanza de Dios, pero heridos por el pecado, necesitamos que sea restaurada esta imagen en nosotros. Este es el fin último de la vida cristiana y, por tanto también de la vida monástica.

El Hijo de Dios, que era in forma Dei, no temió renunciar a su privilegio, se abajó (Fil. 2, 6-7) haciéndose uno entre nosotros, semejante en todo a nosotros excepto en el pecado (Hb. 4,15). Aceptó perder su forma, su belleza. Fue desfigurado hasta no poder ser ya reconocido (Is. 53,2). Gustó la muerte. Pero el Padre lo resucitó, lo hizo sentar a su derecha y lo constituyó Kyrios (Fil. 2-9). Así se nos ha mostrado y trazado el camino de retorno a la imagen. Habiendo sido deformados por el pecado debemos reformarnos para ser transformados gradualmente en la imagen de Cristo resucitado.

Esta transformación última a través de un largo proceso de reformación, o de conversión, es el objeto de la formación monástica. Formación que no debe ser entendida como actividad que ejerce un formador humano sobre otra persona, sino como transformación gradual y constante, nunca acabada, de una persona que, utilizando los medios que le ofrece la conversatio monástica, permite al Espíritu Santo que restablezca en ella la imagen desfigurada y la semejanza perdida.

El tema de la imagen de Dios es central en la espiritualidad del monacato primitivo. Esta doctrina, que tiene su base en Génesis 1,26, es muy querida de todos los Padres de la Iglesia que han escrutado el misterio de la salvación. Cada uno la ha tratado de forma diferente, con la libertad propia de los poetas y los místicos, y así se ha hecho muy compleja y ha sido presentada con matices diversos. Cabe resumirla así: el hombre ha sido creado a imagen (imago) y semejanza (similitudo) de Dios; en cuanto criatura privilegiada, está llamada a participar de la vida divina; estas disposiciones han quedado trastocadas por el pecado, pero el hombre conserva su capacidad de volverse hacia Dios (capacitas Dei); por la gracia de la redención y por la imitación de Jesucristo, el hombre es capaz de participar de la vida divina; si su predisposición hacia Dios (imago), se desarrolla y se manifiesta en una vida continua de virtud, se encamina hacia la semejanza (similitudo) y encuentra su realización llegando a ser imagen de Dios.

Cuando se habla de formación monástica, se suele entender la formación inicial. Sin embargo, ésta no puede ser entendida más que como un elemento, o una fase, del proceso global de transformación que acabamos de mencionar. El fin de la formación monástica, en todas sus fases, no puede ser sino la restauración de la imagen de Dios en el monje. Se trata de una transformación progresiva que abarca toda la vida. Para llevar a cabo este itinerario de transformación, el hombre tiene un modelo, un prototipo, el Verbo, que es la imagen perfecta del Padre y que S. Bernardo, según S. León, llama el Sacramentum salutis.

En realidad, ningún Padre del monacato escribió sobre la “formación”, al menos en el sentido en que hoy entendemos esta palabra. Pero vemos por sus escritos que tenía clara conciencia de que su misión, como abades o como padres espirituales, era engendrar a Cristo en sus discípulos. Sabían que para llevar a cabo esta misión, debían conducir a sus monjes a la imitación de Cristo. Pues es por esta imitación como el monje hace gradualmente, más activa en su vida esta semejanza que recibió en el momento de la creación, y la imagen de Dios en él se restaura nuevamente. La idea de que se pueda formar a alguien en la vida monástica como se puede formar a alguien para ser médico, mecánico o profesor, supone una concepción totalmente moderna. Jamás se les hubiera ocurrido a los Padres del monacato. Para ellos, la vida monástica no era una realidad para la que pudiera formarse a alguien, sino un medio, o un conjunto de medios, por los que alguien se dejaba formar. Viviendo la vida monástica es como uno va haciéndose más monje y se deja transformar, gradualmente, en imagen de Cristo.

II. El ambiente cenobítico

Cuando los anacoretas de los primeros siglos iban al desierto, buscaban ponerse bajo la dirección de un padre espiritual que ya tenía experiencia del desierto y que manifestaba la obra del Espíritu sobre él, habiéndose convertido en pneumatiphoros. Ese padre espiritual carismático del desierto transmitía a sus discípulos su propia experiencia a la manera de un gurú. Esta relación padre-hijo o maestro-discípulo normalmente era provisional, terminando cuando el discípulo llegaba a la madurez espiritual suficiente para poder continuar su camino, más allá, en la soledad.

El carisma de los padres del cenobitismo, como Pacomio o Basilio, ha consistido en elaborar una forma de vida comunitaria estable, una politeia, según una regla establecida a través de la cual se transmitía en adelante la experiencia espiritual. Nos encontramos así en presencia de una auténtica cultura monástica que expresa una identidad colectiva que permite a cuantos se insertan en ella alcanzar su identidad personal propia. Por cultura hay que entender aquí un complejo coherente de doctrinas espirituales, de tradiciones ascéticas, costumbres, observancia, organización administrativa, etc., que expresan una experiencia espiritual, la mantienen viva y la transmiten. Una cultura implica la cohesión y coherencia de todos los elementos de la vida. Tal cultura es siempre, y por excelencia, el fruto de la experiencia de una colectividad. Un individuo no inventa su cultura. El rol de los santos, los místicos y los genios, como el de los poetas, los artistas o los teólogos, consiste en expresar la experiencia transmitida y mantenida viva por y en su cultura.

En el ambiente cenobítico, esencialmente en y por la forma misma de la vida de la comunidad, se transmite la experiencia monástica y se lleva a cabo la formación del monje desde que entra al monasterio hasta que pasa a la otra orilla. S. Benito se inserta en esta gran tradición cenobítica y es en ella donde los monjes de la tradición benedictina deben buscar los principios básicos de la formación monástica, y no en una espiritualidad de orientación eremítica.

Cuando, en el primer capítulo de su Regla, describe Benito las diversas categorías de monjes, define a la fortísima raza de los cenobitas como los que viven; a) en comunidad, b) bajo una regla, c) bajo un abad. Ahí tenemos los tres pilares del cenobitismo y el orden en que los enuncia Benito es de importancia capital. La historia nos enseña que cada vez que se ha roto el equilibrio entre estos tres elementos se ha asistido a un período de decadencia.

Comunidad, regla, abad. Se puede decir que son los tres elementos esenciales de la conversatio benedictina y que, por tanto, viviéndolos en cada una de las etapas de su existencia monástica, el monje se hace, gradualmente, más monje, y se lleva a cabo su formación –o transformación- en el sentido dicho más arriba.

1. La comunidad

En la gran tradición benedictina y cisterciense, la vocación de una persona no es una llamada a vivir la vida monástica en general o incluso la vocación a tal congregación. Es la llamada a una comunidad concreta de hermanos que constituyen una cédula eclesial. Allí, tras una prueba adecuada, prometerá su estabilidad y con esos hermanos, a menos que la obediencia le confíe otra misión, vivirá hasta el fin de sus días el misterio de salvación en la Iglesia.

La modalidad según la cual cada comunidad concreta vive esta comunidad, esta koinonía, tiene una influencia muy profunda sobre el desarrollo humano y espiritual del monje a todo lo largo de su existencia. Más allá de todos los “medios de formación” que pueda ofrecer a sus miembros, la comunidad en cuanto tal tiene una tarea formadora de primera importancia.

Una comunidad puede cumplir bien esa tarea sólo si ha desarrollado una sólida cultura monástica local. Tal cultura monástica implica una visión común clara de la vida monástica y una orientación espiritual que condicione, que “informe” (en sentido aristotélico) todos los elementos de la vida cotidiana: la forma de orar, de trabajar, de tomar las decisiones comunitarias, de recibir a los huéspedes, etc.

Si existe tal visión común, tal cultura, la tarea de los “formadores” (abad, maestro, profesores) consistirá esencialmente en ayudar a los monjes, sobre todo a los recién llegados, a insertarse, a dejarse formar por ella, a asumirla de forma responsable y creadora. Si